Un Abecedario de la Democratización del Orden y de la Política
Graciela Medina. Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Autónoma de México. Magíster Ciencias Sociales. Flacso, México. Docente Universidad Autónoma de Puebla.
Introducción
En la actualidad se considera a la democracia como la mejor forma de organización política, como el aspecto político de una modernidad cuya forma económica es la economía de mercado. Pero, ¿acaso un mercado político competitivo es lo que define a la democracia? Sin duda, un sistema político abierto es necesario para la democracia, pero, ¿es esto suficiente? Para que un régimen sea democrático ¿es suficiente que haya libre elección de los gobernantes por los gobernados? ¿Se puede hablar de democracia por el hecho de que los electores pueden escoger entre diversos partidos políticos?
La historia política de América Latina se ha caracterizado por el predominio de regímenes políticos autoritarios, de estados de excepción, de dictaduras militares. Quizás por eso, la desaparición de la mayoría de los regímenes autoritario se presenta por lo general, como prueba suficiente del triunfo de la «democracia» en la región. Ahora bien, aunque ante las formas autoritarias de gobierno la democracia aparece como vencedora, como la forma de gobierno óptima para incluir los disensos, los estudiosos de la política, y en particular de la democracia, coinciden en reconocer que la democracia contemporánea enfrenta diversos problemas.
En las siguientes páginas reflexionaremos sobre uno de los temas que, en diversas épocas, ha provocado duras críticas a esta forma de gobierno, nos referimos al problema del orden en la democracia, y al orden democrático. En esta perspectiva, primero enfatizaremos algunos problemas que se plantean en relación al concepto de democracia; luego, analizaremos el concepto de orden y política; y por último, veremos el orden democrático.
El Concepto de Democracia
Para analizar el concepto de democracia, tomaremos como base la concepción desarrollada por Norberto Bobbio (1). El parte de una definición «mínima» de democracia, a la que distingue como «un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos» (Ibidem, pág. 14). La regla fundamental en esta forma de gobierno es la de la mayoría; pero, los que tienen derecho a elegir deben además, contar con alternativas reales para escoger y tener garantizadas sus libertades fundamentales para poder hacerlo.
Ahora bien, al analizar la democracia contemporánea, Bobbio descubre que entre los principios que inspiraron esta forma de gobierno y la «democracia real» existe un abismo. En la democracia contemporánea, los partidos, los sindicatos y las grandes organizaciones influyen cada vez más en las decisiones políticas, los intereses particulares no desaparecen ante la voluntad general y las oligarquías no han sido erradicadas. Los espacios donde se ejerce la democracia son aún muy limitados, el poder invisible se mantiene y el ciudadano pasivo es el que predomina en las democracias más consolidadas. Estas críticas que hace Bobbio nos llevan de inicio a cuestionar su definición «mínima» de democracia, y nos motiva a plantear la siguiente interrogante, ¿cuál es el mínimo básico por debajo del cual ningún sistema político debe caer si se quiere describir a sí mismo como democrático? Hoy día el mínimo para la mayoría de la gente es que los gobiernos deben ser elegidos por todos los adultos y que éstos deben tener igual derecho al voto. Pero ese mínimo, aún a partir del sufragio universal, es tan mínimo que ya en otra época motivó a Rousseau a decir: «el pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del Parlamento: tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada» (2).
El sufragio universal y las elecciones periódicas en la democracia representativa se han combinado con el gobierno de unos pocos, con las élites en competencia. Robert Michels (3) destacaba que la democracia enfrenta obstáculos insuperables; en este sentido afirmaba que, «la organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía» (Ibidem, p. 189). Resulta entonces que el dominio de las oligarquías en los partidos políticos es inevitable y su crecimiento impone límites a la democracia.
Analizando la evolución de las teorías de la democracia liberal, Macpherson (3) define tres modelos (4) de democracia: la democracia como protección, la democracia como desarrollo y la democracia como equilibrio. Este último -cuyo principal exponente es Joseph Schumpeter- es un modelo que describe, en gran medida, a las democracias que se desarrollan en la actualidad. En este modelo, la democracia se presenta como un mecanismo de mercado, por un lado los consumidores (votantes) y por otro los empresarios (políticos). Recurriendo a los teóricos de la economía, los partidarios de esta concepción consideraban que en un sistema político democrático con estas características, el sistema de partidos tendría como función la de proporcionar a los votantes diferentes mercancías políticas para que, a través del voto, elijan a sus representantes.
Para Macpherson este modelo presenta dos problemas sustanciales que lo alejan de la democracia. Primero, que en la medida en que el sistema político de mercado efectivamente responde a las demandas de los votantes, responde a demandas que son desigualmente efectivas; las demandas más efectivas -las que cuentan con una capacidad adquisitivas suficiente- son las de las clases socioeconómicas más altas, situación que provoca que las clases inferiores sean más apáticas. Segundo, el mercado político dista mucho de ser competitivo, más bien se caracteriza por el oligopolio de partidos.
El planteamiento de Macpherson está vinculado a la tesis de que en las sociedades capitalistas la democracia no puede realizar en plenitud la soberanía popular porque junto a la presunta igualdad política de los ciudadanos existe la desigualdad económica. En este sentido se afirma que en una sociedad dividida en clases, no puede haber participación igual de los ciudadanos en la cosa pública. Esto exige sobreponer al concepto de democracia de Bobbio, como reglas de procedimiento, otro significado donde se destaque la igualdad económica de los individuos.
Aunque durante mucho tiempo se discutió en torno a la contraposición entre democracia formal y democracia sustancial, entre forma y sustancia, entre apariencia y realidad; en la actualidad, se considera que una democracia sustancial es imposible sin el respeto a los mecanismos de la democracia formal. Pero el problema no se ha resuelto, en la democracia contemporánea persisten las desigualdades; entonces, ¿cómo conciliar igualdad política con desigualdad económica?, o quizás se debería preguntar ¿qué democracia es posible en las sociedades capitalistas?, o ¿cuáles son los límites de la democracia en el capitalismo?
Para definir los límites de la democracia en el capitalismo se difundió el concepto de democracia burguesa. Pero, aunque con este concepto se trató de poner de relieve el hecho de que en las sociedades capitalistas se toleran formas democráticas de gobierno sólo mientras éstas no pongan en cuestión la subsistencia misma del dominio del capital, dicho concepto esconde una circunstancia decisiva de la historia contemporánea; que la democracia ha sido obtenida y preservada en contra de la burguesía.
Pero, a pesar de que no hay argumentos que permitan fundar la tesis de que entre capitalismo y democracia existe una conexión necesaria, hay quienes han señalado que entre capitalismo y democratización hay una correlación automática y que la expansión de las instituciones democráticas está vinculada al proceso de modernización inherente a la ampliación de las relaciones capitalistas de producción.
No se puede negar que la capacidad que tiene el capitalismo de generar riqueza social facilita el aumento de los ingresos reales de los sectores populares, y permite institucionalizar los conflictos; pero esto no anula la contradicción -que analizaba Moulián- (6) entre la soberanía popular y la lógica de acumulación capitalista.
Esta contradicción se advierte también en el tema de la crisis de gobernabilidad, que ha desarrollado el pensamiento neoconservador. Esta concepción destaca que para el Estado resulta inmanejable el incremento de expectativas y el exceso de demandas que se producen en circunstancias democráticas. Por eso, consideran la ingobernabilidad resultado de la democratización, y plantean la necesidad de una democracia viable, una democracia restringida, una democracia donde se reduzcan los espacios democráticos.
Analizando la definición de Bobbio de democracia, Touraine (7) destaca que si bien las reglas de procedimiento son necesarias e incluso indispensables para la existencia de la democracia, éstas no son más que un medio al servicio de fines; por eso, ya no es posible contentarse sólo con garantías constitucionales y jurídicas. Es necesario analizar el contenido social y cultural de la democracia contemporánea, una democracia que se ha convertido en «supermercado político» y que ha desembocado en la expresión extra parlamentaria de las demandas sociales. Ya no es posible concebir la existencia de una sociedad que no sea pluralista y esto debe ser considerado al analizar la democracia.
Ahora bien, una concepción procesal de la democracia no es suficiente para organizar la vida de una sociedad; la ley permite o prohibe. Entonces, cómo se pueden conciliar dos exigencias que parecen opuestas, ¿cómo respetar las libertades de los individuos y al mismo tiempo organizar una sociedad que sea considerada justa por la mayoría? ¿Cómo limitar el poder y al mismo tiempo responder a las demandas de la mayoría? Diversidad y unidad, libertad y orden, libertad e igualdad han sido temas recurrentes al analizar los problemas la democracia.
Se ha extendido la idea de que la igualdad constituye un peligro para la libertad. Tocqueville (8), al analizar la democracia en Estados Unidos manifestaba su temor de que, en las sociedades democráticas la igualdad destruyera a la libertad. También Madison (9) tenía esta inquietud; no le preocupaba que en un régimen democrático pudiera darse la tiranía de una minoría, su preocupación era que una mayoría de individuos pudiera ejercer la tiranía sobre una minoría. Al igual que Tocqueville, Madison temía que la igualdad atentara contra la libertad y diera origen a una tiranía; que la democracia diera paso al totalitarismo.
Claude Lefort (10) analiza esta problemática, la relación entre democracia y totalitarismo. Para él, la «revolución democrática» ha generado una nueva forma de institución de lo social. En las sociedades anteriores, organizadas según una lógica teológico-política, el poder estaba incorporado a la persona del príncipe -representante de Dios-; esa sociedad era pensada como un cuerpo, y la jerarquía de sus miembros se sustentaba en el principio de orden incondicionado. En la sociedad democrática desaparece la referencia a un garante trascendente y con él la representación de una unidad sustancial de la sociedad; el poder pasa a ser un «lugar vacío»; se separan el poder, el conocimiento y la ley, y sus fundamentos dejan de estar asegurados (Ibidem, p. 190).
Con la democracia se inaugura la experiencia de una sociedad inaprehensible, incontrolable, en la que el pueblo será proclamado soberano, pero en la que su identidad permanecerá latente. En este contexto Lefort ubica la posibilidad de emergencia del totalitarismo, que consiste en intentar restablecer la unidad que la democracia ha quebrado (Ibidem, p. 187).
En la democracia no hay un centro que aglutine poder, ley y saber, porque no hay fundamentos seguros a partir de un orden trascendente. Al igual que Lefort, Laclau y Mouffe (11) reconocen que ante la indeterminación radical que abre la democracia, el totalitarismo puede tratar de imponer un centro de poder absoluto, de restaurar la unidad. Pero consideran que aunque es cierto que uno de los peligros que amenaza a la democracia es la tentativa totalitaria de querer sobrepasar el carácter constitutivo del antagonismo y negar la pluralidad para restaurar la unidad, éste no es el único peligro; ella corre también otro peligro que es exactamente el opuesto. Este consiste en la ausencia de toda referencia a esa unidad que, si bien es imposible, es sin embargo un horizonte necesario (12) para impedir que en ausencia de toda articulación entre las relaciones sociales, se asista a una ausencia de todo punto de referencia común, ya que esto provocaría la desaparición de la política.
Política y Orden
En las sociedades modernas el Estado, aunque puede implementar medidas que afecten a la sociedad en su conjunto, se encuentra sometido a procesos sociales que trascienden su control; no existe en ellas un poder central que, a través de una decisión política, pueda encauzar el orden institucional en una dirección determinada (13). Esto nos permite cuestionar la concepción del Estado como un Leviatán que se alza por encima de la sociedad para gobernarla. Además, aunque el Estado es el referente fundamental de lo político, la democratización de las sociedades ha puesto de manifiesto que lo político trasciende lo estatal. Carl Schmitt (14) ha prestado especial atención a esto; según él, la identificación de lo político con lo estatal surge con el Estado absolutista, con el Estado que tiene el poder soberano y el monopolio de lo político. Pero, cuando los ciudadanos se convierten en soberanos, se acaba el monopolio de lo político y surge el conflicto.
La especificidad de lo político se determina entonces con base en la relación «amigo-enemigo». «La específica distinción política a la cual es posible referir las acciones y los motivos políticos es la distinción de amigo y enemigo» (C. Schmitt, op. cit., p. 23). El enemigo político no es el adversario privado sino exclusivamente el enemigo público (Ibidem., p. 25); pero, la figura del enemigo sólo determina la dimensión política cuando aparece un conjunto organizado de hombres que se oponen de manera combativa a otro grupo también organizado.
El presupuesto fundamental de la acción política es para Schmitt la posibilidad de la guerra, y el enemigo político es aquel con quien el conflicto puede llevar a la guerra. Esta se considera como una alternativa siempre presente en la relación amigo-enemigo, o sea como algo que no esta superado totalmente como alternativa en el sistema político moderno. Por eso, todo antagonismo, puede adquirir carácter político siempre y cuando se agudice lo suficiente como para agrupar a los individuos en bandos opuestos, y puedan enfrentarse en una guerra (15).
Como la relación amigo-enemigo es un hecho básico, la política y el conflicto son aspectos insuperables de la condición humana. El conflicto político está ligado a la condición humana, mientras que el orden se presenta como lo contingente. Ahora bien, no se trata de aplicar un orden universal y necesario que elimine la lucha, sino de implementar procedimientos que permitan manejar el conflicto y construir un orden que sirva a todos los hombres. El problema es que no existe un orden único, un orden verdadero, al que todos deban adaptarse.
Este planteamiento nos permite apreciar el pluralismo, la diferencia, que los individuos no son meras repeticiones, sino una pluralidad de identidades, que no pueden reducirse a un orden universal. Y nos está indicando que el antagonismo de intereses no es resultado de la irracionalidad de los hombres sino de la pluralidad y contingencia que definen al mundo. Así, la construcción y reproducción política del orden social es inseparable del conflicto. Por eso, la racionalidad de la práctica política no se expresa en la supresión del conflicto, sino en el manejo para hacerlo compatible con la estabilidad de la dinámica social y con la integridad y libertad de sus miembros.
Ahora bien, los que se enfrentan en un conflicto político comparten una esfera pública, un orden normativo, por tanto, para localizar la especificidad de lo político hay que conocer las condiciones que hacen posible el surgimiento de ese nivel normativo común entre los adversarios. Para Schmitt, la organización interna de cada unidad política es simplemente el resultado de la decisión (C. Schmitt, op. cit., p. 41) de una autoridad soberana que logra imponer su voluntad a los demás miembros.
Hannah Arendt, también niega que exista un orden universal y necesario en el que se fundamente la validez de las leyes que forman el espacio público (E. S. Gómez, op. cit., p. 17). Pero ella no considera que el fundamento de la legalidad sea la decisión (como argumentaba Schmitt) de quien detenta el poder político. En la práctica política se manifiesta la pluralidad social; pero, al mismo tiempo, se plantea el problema de generar y mantener un orden que permita la libre coexistencia. Ese orden sólo puede conservar su carácter de garante de la libertad en la medida en que haga posible la expresión de la pluralidad del mundo. Arendt afirma que el fenómeno originario de la política no es la dominación sino la libertad, entendida como capacidad de actuar dentro de la trama de relaciones sociales que conforma la esfera pública. La razón de ser de la política es la libertad y su campo de experiencia la acción (16). Pero, la política no es sólo resultado de que los hombres sean seres sociales, sino de que esa sociabilidad no tiene una forma predeterminada (17).
La pluralidad de la vida política significa no sólo diversidad y diferencia sino también contingencia (18). Para que exista una sociedad es necesario que se restrinja la contingencia; en este sentido, el orden social es el que reduce la contingencia y permite que se den relaciones con un cierto grado de estabilidad entre los hombres. Pero, el orden no debe suprimir la contingencia, porque sino se perdería la libertad. Arendt dice que la estabilidad del orden no se sustenta en la amenaza de coacción sino en el reconocimiento de la validez de las normas que constituyen el orden por parte de un número significativo de miembros de la sociedad.
En contra de los críticos de la democracia y de muchos de sus defensores, que consideran que la participación política entraña riegos para la estabilidad y gobernabilidad, Arendt dice que la condición básica de la política es asumir la contingencia y sus riesgos, en tanto atributos de la acción libre. Además destaca que, «el requisito indispensable para la sobrevivencia del orden social no es la supresión de la pluralidad, sino el reconocimiento recíproco de los ciudadanos como ‘personas’ (sujetos que tienen el derecho a tener derechos)» (E. S. Gómez, op. cit., p. 199), lo que ella llama el consensus iuris.
El consensus iuris es el fundamento del orden jurídico, donde se delimita el espacio público que hace posible la aparición y conservación de la pluralidad social. Aunque el consensus iuris es el germen que hace posible el desarrollo del derecho, estos dos elementos no deben confundirse. El consensus iuris se refiere al reconocimiento de los ciudadanos, en cambio, el derecho está formado por un sistema de normas positivas que encarnan ese reconocimiento. El contenido de estas normas jurídicas varía en las distintas sociedades, incluso en algunas ni siquiera existe un sistema jurídico diferenciado. Sin embargo, toda sociedad requiere de un consensus iuris.
El consensus iuris presupone la transformación del conflicto, pero no su desaparición. El «enemigo político» no es aquel con quien no se tiene nada en común, sino aquel con el que se comparte un conjunto de normas, sustentadas en el reconocimiento mutuo. Recuperando la propuesta de Schmitt respecto a que «la especificidad de lo político reside en una modalidad de conflicto social» y la de Arendt que afirma que lo propio del conflicto político no sólo es el grado de su intensidad sino básicamente su referencia a un consensus iuris. «Podemos concluir entonces que la relación ‘amigo-enemigo’ puede servir como criterio distintivo de lo político en tanto se encuentra enmarcada en algún tipo de ‘consensus iuris’. Todo conflicto social puede convertirse en un conflicto político en la medida que: a) adquiera el suficiente grado de intensidad para trascender la esfera privada; b) se encuentre en juego el reconocimiento de alguna identidad particular y/o la definición de los fines colectivos; y c) mantenga una referencia al ‘consensus iuris'» (E. S. Gómez, op. cit., p. 201).
Para que un conflicto conserve su carácter político se requiere que todos los participantes se remitan a un consensus iuris, esto es, que se reconozcan como «personas». Cuando entre dos grupos rivales no existe un consensus iuris o este se rompe, la intensificación del conflicto desemboca en la guerra o la represión. El paso de la guerra a la política (19) representa una transformación cualitativa del conflicto, dada por el surgimiento de un consensus iuris entre amigos y enemigos. En la dimensión política el otro ya no es un enemigo absoluto sino con el que se tiene que convivir. El enemigo político es un rival justo que posee derechos y deberes con el que es posible dialogar, negociar y llegar a un acuerdo. El consensus iuris no pretende suprimir las diferencias entre amigo y enemigo, simplemente representa la aparición de un nivel normativo común que permite encauzar y limitar el antagonismo propiciado por esas diferencias. Desde esta perspectiva encontramos que la política es una expresión tanto de lo que nos une como de lo que nos separa.
El consensus iuris es el producto contingente de la práctica social y sus conflictos. Su contenido varía en los diferentes contextos, pero en todos ellos se remite al reconocimiento recíproco de los miembros de la comunidad como «personas» que tienen derecho a tener derechos.
El Orden Democrático
La democracia supone un orden de todos, un orden en que todos puedan vivir, en que todos puedan satisfacer sus necesidades sociales. Pero, como no todas las necesidades pueden ser satisfechas y además no hay coincidencia sobre cuáles son prioritarias, su satisfacción depende de decisiones políticas. La democracia se sustenta en el principio de soberanía popular y reconoce que para tomar decisiones, todos los ciudadanos como libres e iguales; pero esto no se puede concretar en una voluntad colectiva porque el pueblo soberano no existe empíricamente, está formado por una pluralidad de sujetos.
Se nos plantea entonces una contradicción; «la organización de la voluntad colectiva no puede apoyarse en un consenso y, sin embargo tampoco puede prescindir de él» (Lechner, op. cit., p. 156). No existe un consenso acerca de lo que debieran ser los fines de la vida social, pero, no sólo no existe el consenso, querer realizar un pleno consenso conduce a la opresión total, al totalitarismo; sin embargo, para construir un orden socialmente reconocido es indispensable cierto consenso. Entonces, ¿cómo es posible cierto consenso, si el consenso es imposible? El consenso es imposible, pero es condición necesaria de cualquier orden estable. Entonces, ¿cómo conciliar consenso, orden y democracia?
Ya vimos como Arendt abordaba el problema del consenso, de lo que ella llama el consensus iuris, concepto que utiliza para analizar la relación entre pluralidad y contingencia, y orden social. Según ella, el requisito indispensable para la sobrevivencia del orden social es el reconocimiento recíproco de los ciudadanos como «personas», como personas que tienen derecho a tener derechos. El consensus iuris presupone la transformación del conflicto, pero no su desaparición; no suprime las diferencias entre amigo y enemigo, pero permite limitar el antagonismo propiciado por las diferencias.
Para Lechner, la democracia incluye las estrategias del consenso y la utopía del consenso. Las estrategias del consenso son la defensa de la paz civil y el libre acuerdo sobre los procedimientos válidos para la toma de decisiones. El consenso sobre la paz civil no es un consenso a favor de un orden determinado, sino una disposición compartida por los diversos grupos, de paz social. Pero, no basta con evitar la guerra, sino que hay que asegurar una determinada paz, por eso es necesario un consenso sobre los procedimientos (20), con base en la diversidad social, en la pluralidad y el conflicto. El consenso sería entonces también, el reconocimiento recíproco por medio del cual se forman y delimitan las identidades colectivas. Estas estrategias se vinculan a la utopía del consenso que representa «una imagen de plenitud, creada por los hombres como un concepto-límite por medio del cual determinan el orden institucional» (Ibidem, p. 174). Es necesario un concepto-límite de consenso, un referente trascendental que nombre lo imposible para poder concebir lo posible. Al concebir el consenso como lo imposible se concibe la pluralidad, se conciben las diferencias, y sólo en la medida en que esa imagen de totalidad de las relaciones humanas es compartida, el consenso limita el conflicto y reduce la contingencia.
Hemos destacado que las relaciones políticas son conflictivas, que la diversidad y las diferencias provocan desencuentros, y sobre todo enfrentamientos y conflictos. Este es un dato fundamental a tener en cuenta al analizar lo político. Pero, la lógica política no va dirigida a la eliminación del enemigo, ni necesariamente a la guerra; por el contrario, en la medida en que se reconocen las diferencias y los conflictos como elementos insuperables de la política y se dejan de lado las verdades absolutas, es posible rescatar la política como un espacio de negociación.
Un orden democrático se sustenta en el reconocimiento de las diferencias, de la pluralidad, del conflicto y la contingencia. Pero además, debe contar con consenso, con un acuerdo colectivo sobre qué se entiende por orden democrático, y en especial, sobre cuál es el orden democrático posible en una sociedad determinada. Finalmente, como el orden no es algo dado, sino una construcción social, la tarea de construir un orden democrático sólo puede ser emprendida colectivamente.
Bibliografía
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Notas
Norberto Bobbio, El futuro de la democracia, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
Juan Jacobo Rousseau, El contrato social, Editorial Porrúa, S. A., México, 1982, p. 51.
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David Held también analiza históricamente las diversas concepciones sobre la democracia a través de modelos. Ver David Held, Modelos de democracia, Alianza Universidad, Madrid, 1996.
Tomás Moulián, Democracia y tipos de estado: disquisiciones en dos movimientos. En Teoría y política de América Latina, coordinador: Juan Enrique Vega, Libros del CIDE, México, 1984.
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Robert Dahl analiza la teoría «Madisoniana», a la que considera «un esfuerzo por establecer un compromiso entre el poder de las mayorías y el de las minorías, entre la igualdad política de los ciudadanos adultos, por un lado, y el deseo de limitar su soberanía por el otro». Robert Dahl, Un prefacio a la teoría democrática, Ediciones Gernika S.A., México, 1987, pp. 13-44.
Claude Lefort, La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990.
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Hacia una radicalización de la democracia, Siglo XXI, Madrid, 1987, p. 211.
Norberto Lechner al analizar el consenso, lo concibe como un referente utópico, como un imaginario, como un concepto-límite; como un referente trascendental que nombra lo imposible para poder concebir lo posible. Norberto Lechner, La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, Ed. Siglo XXI, España, Madrid, 1986.
Esto lo destacaba Bobbio al referirse al predominio del poder centrífugo sobre el poder centrípeto. Norberto Bobbio, op. cit., pp. 17-18.
Carl Schmitt, El concepto de lo político, Folios Ediciones, México, 1985.
Enrique Serrano Gómez, Consenso y conflicto. Schmitt, Arendt y la definición de lo político, Ediciones Cepcom, México, 1998, pp. 43.
Hannah Arendt, ¿Qué es la política?, Ediciones Paidos, España, 1997, pp. 61-66.
Hay que rescatar la noción de «condición humana» que maneja la autora. «Para evitar el malentendido: la condición humana no es lo mismo que la naturaleza humana y la suma de actividades y capacidades que corresponden a la condición humana no constituye nada semejante a la naturaleza humana». H. Arendt utiliza esta categoría para demostrar que no existe un modelo de hombre, sino una serie de condiciones comunes a las que llama «condición humana». En E. Serrano Gómez, op. cit., p. 115.
Para definir contingencia Arendt retoma a Duns Escoto, quien señala que no es «algo que no es necesario o que no siempre existió, sino algo cuyo opuesto podría haberse dado al mismo tiempo que se dio éste … Afirmo que la contingencia no es una privación o defecto del ser como la deformidad … La contingencia más bien es un modo positivo de ser, igual que la necesidad es otro modo». En E. Serrano Gómez, op. cit., p. 125.
Según C. Schmitt, «La misma lucha militar, considerada en sí, no es la ‘continuación de la política por otros medios’, como se atribuye, de modo extremadamente incorrecto, a la famosa máxima de von Clausewitz, sino que tiene, en cuanto guerra, sus reglas y sus puntos de vista, estratégicos, tácticos y de otro tipo, que sin embargo presuponen todos la existencia previa de la decisión política acerca de quién es el enemigo»; C. Schmitt, op. cit., pp. 30-31. Por su parte Foucault decía, «de hecho creo (y de todos modos trataré de demostrarlo) que el principio según el cual la política es la guerra continuada por otros medios es muy anterior a Clausewitz, quien ha invertido una tesis difusa y nada genérica que circulaba ya a partir de los siglos XVII y XVIII»; Michel Foucault, Genealogía del racismo, Ed. La Piqueta, Madrid, 1992. p. 56.
Pero no en el sentido de reglas de procedimiento de que hablaba Bobbio.